(…) Leopoldo, en tu ternura sin riberas, o en aquellas inmensas erupciones volcánicas de tus honradas iras, siempre mi amigo verdadero,
Leopoldo, aquí solo en la noche de noviembre,
de este sesenta y dos, de este año duro,
en que tú te me has muerto y en que tantos
lienzos de mi ilusión se me han hundido
y en que he visto rozándome, hocicándome, las púas en astillas y el putrescente aliento de las furias (humanas)
-sesenta y cuatro años de niño jamás imaginaron
que tales monstruos daba nuestro mundo-
se me cuaja la pena, y en náusea me rebosa el alma, el cuerpo,
y gritaría (¿a quién?):
«Ah, yo dimito de hombre» (…)
Dámaso Alonso. «Última noche de la amistad» (fragmento).
***
(…) No basta que estés muerto
para saber que ya no estás. No basta.
Tendrías que no habernos existido
en ti, en tu casa,
en Feli y en tus hijos,
en una carta tuya
o en un verso cualquiera.
Y lo sabes. No habías terminado
de hablar contigo y con nosotros. Fuiste
demasiado señor, para morirte
sin decir nada a nadie. Aún habías
de estrecharnos la mano muchas veces.
Teníamos que hablar tranquilamente
de los hijos que estudian,
de las hijas mayores que se casan,
de una copa de vino o de un paisaje,
de versos y pintura.
Y aquí estamos pensando sin remedio.
No me asusta pensar lo que ha ocurrido,
Leopoldo. El miedo, el miedo es de otras cosas.
Tal vez todo esté entero
si el pensamiento se hace
aire en el polvo de la carne muerta.
Fernando Gutiérrez. «A Leopoldo Panero» (fragmento).
***
De noche hacia tu dios
«…dime quién soy también»
L.P.
Me olvidé de la noche. Y te veía.
Todo en la noche que por mí se hizo.
No eras forma concreta, era el hechizo
de tu luz en mi sombra sobre el día.
Presente de amorosa lejanía,
yo mismo era un fulgor de albor nochizo
en la vida de Dios, con que agonizo
sin que acabe tu muerte mi agonía.
Pero estás ya en su Nombre. Todo ha sido
nombrarte y olvidarte de mi sombra,
acercarme de lejos a este olvido
en que tu ausencia misma arde en un fuego
con que es, tu ser en todo, amor que nombra
y yo el amanecer de verte, ciego.
P. Ángel Martínez. «Feliz nochebuena para Leopoldo Panero» (extracto)
***
He dicho muerto. He dicho que Leopoldo
Panero cierra ya la puerta
de la sombra tras él. He dicho que se apuran
las hormigas comiendo este silencio;
comiendo el pan mortal que hay en su alma.
Agosto, y digo que la sombra vino
con este 27. Acaso todo
quede ya resumido en una boca:
pasión de cuarzo y sombra del poema.
Por eso quiero yo mover la música
por él. Subir al ruiseñor
hasta el techo y el cielo de su casa.
Sembrar el trigo con airada mano
junto a su cementerio, para que en julio se hablen
los dos con esa inmensidad
que sólo Dios consigue sin razones.
He dicho muerto. Pero a sus cantadas
encinas yo las moveré
para que salgan del asombro. Manos,
alma y cielo pondré al asunto.
Arrancaré la música a sus copas
sonámbulas. Y al pájaro, y al campo
cegador, y a esta ciudad de Astorga
diré que se levanten porque un poeta cruza
como un gigante silencioso, más
que ceñida al pecho la camisa
triste, con la que anduvo errante por el mundo. (…)
Sí; por él robaré
la voz que necesite para el canto.
Por ese muerto ardiente que entre pecho
y espalda nos oculta la verdad,
saldré esta noche -cohetes y dulzainas-
para volver con esos maragatos, y todos
haremos corro… y le completaremos
la fiesta.
He dicho muerto,
Leopoldo, sombra y rabia mía
de amor; poema entretenido
con pausas infinitas en su boca;
forma de un cuerpo hecho a la medida
del sueño.
He dicho muerto
con tal inmensidad que no sé cómo
han de cantar las aves
para que se levanten un milímetro
del suelo. (Un muerto baja siempre,
siempre… No se responde; ni responde
su estatura a los lirios, ni su voz
a los pájaros.)
Resulta indiferente
que digamos aquí «Leopoldo», repetido
mil años por el alma, si es imposible
remitir del abismo ni una brizna, aun a pulso
de cánticos. Y este resulta un muerto inmenso
-con siglos, mundo, poemas y hermanos.
donde la terca gravedad divina
pudo extremar su neutro poderío.
Gaspar Moisés Gómez. «Última sinfonía por un poeta» (fragmentos)
***
Te digo y es verdad: tan hondamente
como nace tu voz, mi verso nace
para cantar al tuyo, transparente
como la pura linfa que el mar hace
sobre la playa, y hondo y sosegado
como el oculto valle, donde pace
el temeroso ciervo descuidado.
Palabra de mi edad, en ella suena
un eco de la tuya prolongado.
Porque es tu voz, Leopoldo, de colmena,
de misterioso trigo y levadura
que el corazón fecunda, nutre y llena
y vertical asciende hasta su altura,
como la yedra milagrosa trepa
de aérea y vegetal arquitectura,
te digo en amistad de pura cepa
que eres ante mis ojos el primero,
te sepa a adulación o no te sepa.
(…) Cuando me falte voz, por mí responda
la tuya manantial, palabra río
brotada a cada instante como onda
de la boca de Dios, donde confío
que habremos de encontrarnos otro día
más verdaderamente tuyo y mío.
(…) Nada conozco humanamente leve.
(Tampoco en poesía, que es humana
o nada es, y quien niegue que lo pruebe.)
Por eso, al despertar cada mañana
y verme tan inválido y exiguo
ante lo alrededor, me cerca y gana
un nuevo miedo general, antiguo
como toda la historia que me tiene,
y no puedo pensar y me santiguo.
Pero el mismo misterio nos sostiene,
tal si Dios nos soñara o como en vilo
nos mueve el universo y lo mantiene.
Nosotros, vicedioses, nuestro hilo
nos debemos hacer, del que pendemos
y del que pende el mundo. En ese filo
vacilantes andamos, nos movemos
temblorosos y a tientas, como en fría,
oscura, libre mar, solos, sin remos.
Para cruzarla en buena compañía
ha nacido tu verso, al que me asilo,
porque de su interior aerofanía
la esperanza de Dios, como tranquilo
manantial se derrama a cada instante,
igual que de tu alma y de tu estilo.
Por eso, a tu palabra, a tu incesante
busca de la Verdad hoy canto, amigo:
porque quiero seguirte, caminante
acogido a tu sombra y a tu trigo.
Jaime Delgado. «Carta a Leopoldo Panero» (fragmentos).
***
A Leopoldo, en su tierra de Astorga
«El dolor español de haber nacido»
Leopoldo Panero
En cuerpo y alma España te dolía
y por seguir sufriéndola, en su tierra
preferiste caer: no se destierra
el eco de la voz, la luz del día.
Te derrumbaste en medio de la vía
con tu dolor que abona ya la sierra.
El surco en torno de tu voz se cierra.
Vuelve a su cauce, al fin, la Poesía.
Mientras tu alma busca por el cielo
la morada de Dios, regresa al suelo
hecho rumor, tu corazón herido.
Como el Cid, eres ya polvo de España
y, apoyado en tu sombra, hasta su entraña
-buzo de la armonía- has descendido.
Oscar Echeverri Mejía
Todos los poemas fueron publicados en Cuadernos Hispanoamericanos (edición en memoria de Leopoldo Panero). Julio-agosto 1965.