«¿Qué nos espera? Como Leopoldo dijo un día: morirnos aquí»: «El dios salvaje», la última entrevista a Michi Panero, por Federico Utrera

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Hace poco visité a su hermano Leopoldo María en el Psiquiátrico de Las palmas con vistas a un posible libro y quería conocer a otro de los protagonistas vivos de El Desencanto. He transcrito su intervención en uno de los últimos cortos que usted ha protagonizado y quería que la leyera y si es correcta me autorizara su publicación.

-A ver…

Es esta [lee ensimismado el siguiente escrito que le entrego] y la he titulado con una frase suya: “Nuestra familia debe ser absurda…”

A Leopoldo le salva que se cree la literatura mucha, y no sólo la literatura sino el personaje. Él siempre tiene la idea, como tengo yo en el fondo, de volver a Madrid. Y un día hablando con él, no replicó nada, porque él no contesta a estas cosas, pero le dije: “¡Leopoldo, si están todos muertos!”. El 90% de su generación, que no es la mía exactamente porque nos llevamos tres años, fue la más castigada por el sida y por la droga, montones de gentes se han muerto: Diego Lara, María Noya, Carlitos Castilla del Pino, la niña Martín Gaite… Un día me sacó la agenda de la gente a llamar en Madrid y más que una agenda parecía una necrológica. No se da cuenta…o quizás sí y no quiere darse cuenta, es lo más fácil. En el fondo sigue teniendo cosas muy pueriles, en el mejor sentido de la palabra. Por eso conmigo habla siempre de gente de la infancia o de Astorga. De repente me pregunta por nuestras tías, que hace ochenta años que se murieron, o la casa de Astorga, que se vendió hace veinte… Y quizás sea mejor así y que siga pensando que la casa de Astorga existe. A mí me han mandado una fotografía reciente de la estatua de mi padre y es el monstruo de Frankenstein: corroída y hecha una mierda, pintada, le cortaron la cabeza, luego se la volvieron a pegar… Pero lo entiendo, pues cuando yo estaba en el sanatorio mi ilusión era volverme a Astorga, antes que a las Canarias.

A Juan Luis le escribí en un momento de desesperación y soledad, uno de los tantos, aquí en Las Palmas, me mandó un libro suyo. Y nada más. La relación con mi hermano Juan Luis, incluso desde la muerte de mi madre, siempre fue…absurda. Por eso me siento mucho más hermano de Leopoldo que de Juan Luis. Cuando murió mi madre (aparte que lo pagué yo todo porque en esos momentos yo tenía la buena suerte de tener una amante rica y pagué el entierro, la cremación, el asunto mortuorio y todas las sordideces estas) fue todo una cosa absurda: Leopoldo, después de todo el número, me dijo “y ahora nos vamos a comer unos chipirones”. Y Juan Luis lo único que quería era que le pagara la cuenta del hotel.

Llegué a Gran Canaria porque me llamó Claudio Rizzo. Me dijo “ven y así le haces compañía”. De hecho le hago compañía, pero no en el sentido que lo decía Rizzo. Claudio lo que quería era montar un burdel, me lo dijo tal cual en el Hotel Reina Isabel: “ya no tienes nada que hacer en la vida, montamos un burdel, tú lo llevas y das la cara”. Ahora a lo mejor le hubiera dicho que sí, pero en aquel momento me sentí muy digno, muy estúpido y muy ofendido. Ahora me daría igual.

¿Claustrofobia? A veces padezco muchísima. Si ya la sentía en un sitio como las Baleares, y tengo amigos allí, más en las Canarias, donde sabes que estás a tres horas de avión de Madrid. Procuras no pensar. Estoy convencido de que no se trata tanto de que sea una isla o no, porque tú te vas a Madrid y a lo mejor Madrid es lo que te da claustrofobia. Se trata más del sitio donde has vivido. Los exiliados y la gente de la generación del 27 que había vuelto vivían completamente desnortados en Madrid. Yo recuerdo cuando regresó Rafael Alberti que le hice una entrevista larguísima  al final me preguntó ¡por mi padre! Perdón, no fue Rafael Alberti, fue Max Aub, aún peor. Y me dijo: “Qué bien se portó tu padre con nosotros en Méjico”. Me quedé con la boca abierta: primera noticia. No dije nada, evidentemente lo confundía, es imposible.

Yo me reía de ellos cuando hablaba con los que habían vuelto pensando en que iban a encontrar un Madrid fantástico. De entrada el Madrid que habían dejado no existía, pero creían además que iban a tener por lo menos una respuesta oficial, un reconocimiento… A los tres meses de publicar cuatro artículos diciendo “Ha vuelto…por ejemplo…¡Rosa Chacel!”… ni caso.

Cuando te descolocas en un sitio ocurre esto. Evidentemente es mucho más grave la guerra civil que pasar un tiempo en un sanatorio, pero si regresas lo que encuentras son fantasmas. Y eso que Leopoldo va a Madrid en viajes digamos que organizados: acude acompañado, lee, le da una cena, ve diez minutos a su novia, su novia nosecuantos, lo vuelven a colocar en el avión y regresa aquí, con lo cual se queda con la sensación de que hay algo.

Antes me quejaba de Las Palmas pero es que realmente no hay solución tampoco en Madrid, ni siquiera la ciudad es una cosa segura. Quiero decir que en la casa donde vivo con la mujer y la hija de Rizzo más que nada sobro. Es una relación un poco absurda. Pero tampoco es trágica, no es una cosa como para echarse a llorar. Es una desesperación…como la diabetes, no tiene cura. Y es jodido.

¿Volver? De alguna forma, y esto parece fascista decirlo, Leopoldo se ha hecho a la mecánica del hospital. En Las Palmas tampoco hay nada que guardar. Mi amistad era con la hija de Rizzo, que tiene 17 años, o sea que tampoco, y eso que era con la que más me conectaba, por el sentido del humor. Pero ella tiene un novio absurdo, de esos que se escoñan con la vespino…

La ilusión de Leopoldo sin embargo es más simple, quedar en Playa Chica y cosas así. Y en el fondo es mucho más lógico en él…aunque no tiene ningún sentido. Por un lado, vivir el día a día con una cierta normalidad y por la noche caer en que no tiene ningún sentido. Las Palmas no será nunca mi ciudad, aunque la conociera por entero no tiene recuerdos para mí. Y no es ninguna tragedia, no es una cosa para echarse a llorar, que horror, no tengo recuerdos, ni novias, ni historias, ni casas, ni biblioteca… Es que tampoco en Madrid tiene recuerdos. O lo que es peor, tiene recuerdos pero mucho más dolorosos. Es todo un círculo cerrado. O sea que en el fondo hay días en que envidio la locura. ¿De qué te sirve la lucidez? Sólo para constatar la soledad.

Estoy aquí porque no tengo donde caerme muerto, literalmente. Y está Leopoldo, claro. De alguna forma es un punto de contacto con el pasado que en otra circunstancia no tendría. En mi caso ¿en qué sentido puedo más o menos “ayudar” (un verbo espantoso donde los haya) a Leopoldo? En muy poco: hacerle compañía, buscarle un taxi y llevarle a El Corte Inglés a comprarle ropa. Se supone que me debería proponer a mí mismo para la Operación Plus Ultra, pero es que en el fondo es Leopoldo quien me está haciendo un favor a mí.

La biografía que se ha escrito sobre él es indignante, pero él está encantado y se lo dije: “¡qué más quieres! Eres el único de tu generación que tiene una biografía con quinientas páginas ¡y vivo!”. Los quince primeros días se la iba enseñando a todo el mundo, la llevaba en el bolso, se la mostraba a todos los camareros, taxistas…pero a los quince días perdió también la ilusión.

Tanto Leopoldo como yo estamos en una edad complicada. ¿Qué vas a hacer a los 50 años? ¿Volvértelo a montar todo? ¿De dónde? Yo lo que nunca he entendido (al menos en mi caso, y me lo he planteado mil veces, con lo que en el caso de Leopoldo debe ser aún peor) es cómo no se ha suicidado, porque realmente es una vida que no tiene sentido. De todos modos pienso que todos de alguna forma estamos relacionados con una historia de suicidios, pero la gente que se ha intentado suicidar, como en el caso de Leopoldo y de Juan Luis, no lo vuelve a intentar, se matan de otra forma.

Juan Luis me escribió una carta para que no fuera a verlo, diciéndome que tenía cáncer de laringe. Mi padre era un bebedor y mi he hermano Juan Luis otro. Yo he tenido dos bares, entre otras cosas, y llevo bebiendo desde los 13 años. Recuerdo que siendo adolescentes Leopoldo no soportaba el alcohol. Misterio. Mejor para él, si yo no hubiera soportado el alcohol al final no tendría el problema de la diabetes ni nada, con lo cual miel sobre hojuelas.

En el fondo las películas, sobre todo la segunda de Ricardo Franco, fueron una idea mía, y en el caso de “El Desencanto”, absurda. Ricardo no tenía ningún interés, barajaba incluso otro proyecto, una cosa sobre las ballenas… Y entonces un día en “Le Coq” de Madrid, le dije: ¿por qué no haces la segunda parte? Y empezamos a rodar… Pero yo creo que nos han hecho más daño que otra cosa. “El Desencanto” quizás no, porque estaba pensado en función de mi madre, pivotaba mucho sobre Felicidad Blanc y sobre la casa de Astorga. Pero la segunda fue una película muy dura que la gente no entendió bien, muy desolada.

Nuestra familia debe ser absurda. Leopoldo insistía mucho en que estaría bien rodar una tercera parte, pero no hay ningún productor, ni ningún director que lo haga. Jaime Chávarri salió desesperado y en la película se desesperaba aún más, sobre todo con Juan Luis, ni siquiera con Leopoldo. Aparte que son películas muy coyunturales, que estaban bien en aquel momento. En definitiva, todo es un desastre. ¿Habrá algo bueno? ¿Qué nos espera? Como Leopoldo dijo un día: morirnos aquí.

De todas maneras pienso que lo más terrible de todo es el miedo. Y Leopoldo, en ese sentido, tiene la gran suerte del mundo: no tiene miedo absolutamente a nada, tú le ves cruzar una calle con todos los semáforos en verde, y no aquí sino en la Castellana de Madrid, con los dos mil coches frenando y llamándole hijo de la gran puta, y ni se inmuta y aquí jamás le he visto cruzar seguro, le importa un bledo. No sé si eso es valor, locura o como lo quieras llamar.

Yo sí tengo miedo, primero es una cosa física y al final es miedo a no poder abrir una puerta, a no poder dormir, son miedos pueriles… Y Leopoldo no, está como una rosa en ese aspecto, aparte que sigue conservando ese sentido del humor de colegio, mitad manicomial, de contarte 25 veces el mismo chiste…

Mi madre me dijo un día cuando ya estaba enferma, puesto tuvo una agonía larguísima con dos años de operaciones de cáncer donde le iban quitando cada vez más órganos: “Leopoldo nos matará a todos, será el superviviente”… Y yo le confirmaba: “Leopoldo en ese sentido es invencible”.

Por eso cuando Juan Luis me informó que tenía cáncer me supuse que era posible que también tuviera miedo. Hasta mi padre le tenía miedo a Leopoldo, le tenía pavor. Hay algo que sostiene la vida que no es “la voluntad de vivir” que sale en las películas, no, no… es algo mucho más…abstracto. Es algo que he visto mucho en gente que se ha intentado suicidar, y ha salido, no por su voluntad, sino porque se han salvado. A Leopoldo nunca le oirás hablar de suicidio, jamás. Ni de la muerte, y tiene ahora la edad exacta de mi padre cuando se murió, tampoco es tan disparatado, pero hay una cosa que le salva siempre, y lo he dicho antes: se cree la literatura. Hay personas que se creen veterinarios o la medicina, se creen su oficio, ser periodista o lo que quieras, a mí me lo han reprochado siempre en los periódicos: no te crees los artículos, sabes escribirlos muy bien pero no te los crees, los puedes cambiar. Leopoldo se cree el poema y eso lo salva…supongo.

Michi Panero es escritor y periodista. Texto transcrito de su intervención en el cortometraje “Indiferencia o la negación de la tiranía” del director Orestes Romero.

-Me parece bien. Yo estuve en Las Palmas dos años con Leopoldo y tengo familia en Tenerife, pero lo que no querría es morirme en la soledad más absoluta en Astorta, aunque en la soledad se muere uno siempre, es una frase retórica pero es así. Y en cualquier caso ya me es igual. A lo que yo aspiro es a lo que no tengo aquí: no tengo un periódico, si me caigo no hay nadie que me recoja… Sólo necesito un poco de cobertura. Por lo demás, yo no quiero vivir en ningún sanatorio ni dar demasiado el coñazo. Porque lo mío es mala suerte. Lo decía el cineasta Ricardo Franco: sobre todos los Panero cae como una especie de mano negra que los envuelve, una maldición: mi hermano Juan Luis tiene cáncer debajo de la lengua, yo también tengo cáncer en la boca, mi hermano Leopoldo es una historia aparte, aunque esté como una rosa, pero como una rosa después de ochenta cárceles y cuarenta psiquiátricos, una cosa enloquecida. Y sufre. Mi madre tuvo un mal morir, mi padre no digamos. La famosa casa de Leopoldo Panero en Astorga, en la que se iba a instalar un centro de cultura, se cae a pedazos. Las películas se han quedado en rarezas, aunque yo ayer veía una de Almodóvar, no sé cuál, y realmente son peores porque se han quedado en un chiste malo. Lo fueron siempre: un chiste malo de colegio mayor y de revista. En cambio, El Desencanto la sigo viendo con un argumento lamentablemente muy de verdad, de lo poco que se ha hecho en España casi sin pretenciones. Y digo “casi” porque hubo algo involuntario, pues evidentemente fuimos muchos trabajando con su director, Jaima Chávarri y esas cosas suceden, aún más en una película de estas características. De todas formas, me muera cuando me muera, yo estoy contento de haber hecho todo lo que he hecho. Ahora ya es pura anécdota pero en el año 1975 rodar El Desencanto era una historia muy complicada, había que echarle mucho valor. Pero Roma no paga traidores, yo me desahogué y me he quedado gangoso y más sola que la una, me llame Michi Panero o Ringo Starr.

A la segunda película, Después de tantos años,  le tengo mucho cariño personal y aunque podrá tener muchos más defectos, es más reveladora. Ricardo Franco, que la dirigió, era además muy amigo mío, casi uno de mis mejores camigos, y sin casi también. Cuando yo le dije: “me estoy muriendo”, él me respondió: “hasta que te mueras, aguanta”. ¡Y joder con lo que cuesta! Lo malo de la película fue que no se entendía, ni Ricardo siquiera sabía muy bien por dónde cogerla porque nacía bajo la sobra de El Desencanto. Lo bueno que tiene un buen director analfabeto como Jaime es que estas cosas las hace mejor, porque las trabaja en frío, mientras que Ricardo era culto, había leído, él mismo escribía, y en esta historia eso es un defecto.

¿Puedo tutearte?

-Sí, por supuesto

¿Tu pretensión es que te lleven entonces a Las Palmas o Tenerife?

-Yo ya no tengo ninguna pretensión. Me muero. Mi única pretensión es morirme tranquilo. Hace años se habló de Las Palmas pero mi sino en Las Palmas con mi hermano o en Tenerife cerca de mi familia era estar más solo que aquí es Astorga[i]. Quizás no, pero ya estoy muy viejo con 25 sanatorios a cuestas.

¿Sigues desde Astorga el devenir de España? Sus actualidades políticas, culturales…

                        -¿Es un chiste?

Te he visto interesado por la prensa y me imaginaba…

                        -Es por la programación de televisión, para ver qué películas emiten, aunque también tengo vídeo. ¿El devenir de España? España es solo un nombre porque España ha muerto. No, no creo que haya ningún devenir de España, la sordidísima España. Pero no sólo por la sordidez del PP, que la tiene más que el general Franco, sino la sordidez ambiente: la mediocridad que se ha instaurado como norma general. Yo recuerdo cando se hizo El Desencanto, que es una película idiota como todas, a mi madre la paraban los taxistas en Madrid y le hacían subir gratis. ¡Se la habían visto todos! Este tipo de valor cívico ha desaparecido, si ves el cine español actual habla de planetas que no existen. Lo único, Amenábar y gente así. Y no digamos en literatura: para encontrarte un libro bueno escrito en español te vuelves loco, yo busco como Diógenes un escritor español nuevo pero lo único que he encontrado ha sido al Javier Cercas de Soldados de Salamina. Lees a los amigos y compañeros de generación como Javier Marías y compañía y ves que se han convertido en una cosa ilegible. No hay, no. Quizás todo se deba a que estoy un poco espeso y ahora busco culpables, pero también es verdad que lo estoy llevando con un mínimo de pudor porque podría exhibir la negrura de como se ha portado la gente conmigo en Madrid y en todas partes. Salvo para Enrique Vila Matas[ii] y cuatro más, yo estoy muerto. Y la gente de la revista La Clave. Yo me lo paso genial escribiendo, aunque sea esa columna sobre la nada que es Televisión Española. Lo hago para demostrarme que estoy todavía vivo, aunque sea con esta voz, que parezco el doctor Valdemar, que ahora está mucho peor.

Tú sueles decir que esta sordidez de la que hablas demuestra que era verdad eso de lo que presumía Franco: “todo queda atado y bien atado”.

                        -Sí, sabía lo que hablaba porque conocía al pueblo español. Para estar cuarenta años gobernando hace falta, aparte de policía y ejército, saber cómo funciona ese pueblo. Este pueblo es una mierda, no nos engañemos. Y no lo digo yo, lo dice su literatura que debería ser su espejo, o las memorias de Azaña o el exilio… Yo que conocí tanto a la gente del exilio, trabajé tanto con ellos en radio… Eran una desesperación. Los que volvieron cuando se murió Franco, ¡con qué ilusión lo hacían!, y ¡lo que se encontraron!…: este país es despiadado. Y para nada, porque se puede ser despiadado como Robespierre. Pero no, es despiadado por incultura y por falta de sensibilidad y lo demás son máscaras y caretas, como Almodóvar y tantos otros. Almodóvar es muy paradigmático porque lo ves ahora y no es nada, son chistes de revista del Paralelo, la misma “movida” no es nada. Lo cual te demuestra que en este país si tiras una piedra a un escaparate ya eres Bakunin. Yo no debería estar así.

¿Tienes pensado votar en marzo?

                        -Si vivo sí. Yo siempre he votado a los socialistas, menos una vez que voté al Duque [se refiere a Adolfo Suárez] y creo que lo hizo honradamente además. El Duque es otro al que se le ha puteado de mala manera y con él se ha sido muy desagradecido. Pero salvo esa ocasión siempre he votado a los socialistas porque los conozco a casi todos. Y si no ¿a quién votas? En otro caso no votas. Lo mío no obstante es un ejercicio de piernas: tengo que votar al lado de mi casa así las ejercito un poco, saludo al alcalde… Y siempre prefiero que estén los socialistas a que sea Tejero… aunque Tejero está ahí, lo que pasa es que está dormido, no le dejan despertarse. Recuerdo que cuando fui al rodaje de una película de mi amigo Gonzalo Herralde, con Marta Moriarty[iii], al pasar por el Ampurdán nos paramos porque vimos ¡a Tejero! Estaba en una huerta, con un sombrerito de paja y con una regadera. Era un jubilado del golpismo y se le veía feliz como una perdiz. El general Franco se lo hubiera cargado a los dos minutos. Es un país disparatado…disparatado.

Lo que está pasando con la casa de Leopoldo Panero en Astorga es una vergüenza, y no sólo aquí, es una vergüenza nacional. Es sintomático: como se deja caer. Recuerdo que cuando vivía en El Escorial… (perdona que sea disperso, pero siempre lo soy)… solía pasear por la Lonja con mi perro y me encontré con un arquitecto amigo mío que estaba con el alcalde y demás fuerzas vivas, y con dos familiares promotores. Y decían con todo el delirio: “Hombre, lo que es una lástima es que no se caiga el Monasterio o que no se hubiera construido unos kilómetros más allá para poder edificar aquí”. No es un chiste. Veo la televisión y me dijo “la televisión basura”, pero no debe sorprender: es la televisión de este país porque es una basura de país, en otra nación esa programación dura dos minutos porque los echan a todos. Aquí es la televisión que gusta, porque no gusta leer, gusta el mal cine… Si un día se fundara un partido político cuyo presidente fuera Paquirrín recibiría todos los votos de España. La ministra de Cultura sería la Pantoja, que lo sabe todo. ¿De Obras Públicas o de Arquitectura? El tonto del culo de Ricardito Bofill. Y así todo. ¿Y del cine? Cualquiera. El año pasado fui jurado del concurso de cortos de Lo más Plus y fue muy triste: era un chiste y no se daban cuenta de que era de opereta. Y así todo: Martes y Trece o Benny Hill resultan fantásticos comparados con Cruz y Raya u demás. Lo de cualquier tiempo pasado fue mejor, lamentablemente en España es cierto, hasta en el franquismo. Durante el franquismo abrían las plazas de toros y veías toreros buenos.

En Astorga ahora vivo tranquilo, tengo un librero amigo que me trae los libros de encargo, no me molestan, puedo llorar más o menos en paz, la gente de la revista La Clave es encantadora, aunque me regañan cuando me meto con Alvarez-Cascos. Y yo lo que me pregunto es para qué coño sigo viviendo, porque yo creo que realmente he cumplido con este país de mierda, me he acostado con la gente que he querido, he leído lo que he querido y he conocido a la gente que quería conocer. Y no me gusta este papel de Quasimodo en una buhardilla. A la soledad habría que quitarle aliento poético, es muy dura y hay que ser muy valiente para aguantarla, sobre todo si estás en el estado físico en el que estoy yo. Ser valiente o muy tonto, hay una línea muy fina que los separa.

De todas formas, si yo tuviera más vida o estuviera sano escribiría mis memorias, que no tienen ningún interés pero que me servirían como terapia. Planeta me las quiso comprar, pero me las publicaba con las de “El Juli”. Y hacer un libro de 300 páginas junto a la biografía del “Juli”, que tiene 16 años… ¡ese niño tiene que ser Julio Verne! Y en mi caso querían que contara con quién me había acostado, cómo fue lo de la Bosé… Y mira, así no. Bastante estoy enterrado como para enterrarme aún más[iv].

Pero estoy también contento de haber hecho cosas como El Desencanto porque a mí que el pueblo español se despierte, se haya quedado dormido o mate a su suegra en Puerto Hurraco me da igual. Al final te hacen pagar todo, aunque te creas muy listo o Mario Conde. Y son implacables. Te hacen pagar todo, pagas por El Desencanto y por las transgresiones más estúpidas. Y te las hacen pagar en donde más saben: el general Franco era un hijo de puta y un analfabeto pero sabía que lo que más jodía era el olvido. Y si te mandaba exiliado o te enviaba a Lanzarote o a donde fuera y la gente se olvidaba, estabas peor que muerto. Este país utiliza el olvido como arma de combate, y no me refiero a la imagen de la infancia, por supuesto, sino que yo he estado y lo he visto esto en 25 sanatorios, muriéndome, dándome incluso un premio, y el olvido con que muere en esos sanatorios la gente con sida, gente de 20 años, habiéndoles enseñado a leer, y el olvido en el que se sumían ellos mismos y sus familias era dolorosísimo. Y eso ahora y hace diez años. Es increíble. Es un país despiadado. Miedo al olvido: yo puedo llamar a gente, llamarlos ahora por teléfono, a dos o tres amigos… pero es que me jode. Me jode oír “¡el pobre Michi, que se está muriendo!”. Me jode. Pero igual le ocurrió a mi madre, que tuvo una agonía como la mía, gravísima, sin nadie que la ayudase, deteriorándose… yo la veía los fines de semana en San Sebastián. Nunca perdió el sentido del humor pero sí perdió todas las amistades…y el pelo.

(Se acaba la cinta. Interrumpimos la grabación. Hablamos de asuntos fugaces, la prensa trae la noticia de la muerte del escritor Castillo-Puche. Le digo que me dio clase de Literatura en Periodismo, por decir algo. Es una manera de enlazar con el reverso de la cinta, donde hablaba de la muerte de Felicidad Blanc…):

“Castillo-Puche estaba loco por ser académico, como si hubiera querido ser torero o…Marilyn Monroe. Y entonces se inventó un programa de televisión para entrevistar académicos y que a su vez lo nombraran académico a él. Les hizo las entrevistas, que se las escribía yo, pero nunca le nombraron académico. No era mala persona, pero era retrasado mental”.

¿Cómo era tu padre como poeta y como persona?

-Como persona lo conocí poco y todo lo que sé de él es a través de sus biografías, porque yo tenía 10 años cuando murió y por mucha memoria del útero materno que tuviera, es imposible. Recuerdo frases y gritos, sobre todo gritos. Y la muerte. De todas formas, como niño, siempre he dicho que no me hubiera gustado quedar huérfano de ninguno de los dos, pero hubiera sido felicísimo huérfano de mamá y con papá que nos quería llevar a Estados Unidos. Ahora con la edad todo se despeja: mi madre le quería mucho, mucho. ¿Y cómo poeta? Se ha dicho tantas veces, incluído yo… A mí me sigue pareciendo un poeta bueno…de antología. Esta opinión me costó que gente como el poeta Claudio Rodríguez me negara el saludo, pues decía que mi padre era genial. No estoy de acuerdo.

¿Qué pienso ahora? Como persona él mismo era una película, con todas sus contradicciones. Un hombre que estuvo condenado a muerte por el hijo de puta de Franco, acaba la guerra y escribe el Canto personal. Y todo por miedo, el miedo que pasó condenado en [la prisión de] San Marcos. Y a mí me cae bien mi padre, quizás porque se siente nostalgia de lo que no se ha vivido. Mi madre era una cosa más cotidiana. Pero hay una cosa que sin mi padre no hubiera tenido y parecerá una estupidez: la capacidad de supervivencia, que es puro masoquismo y la capacidad de no perder la ilusión por cosas como la lectura o la cultura. Me parece que era Scott Fitzgerald quien decía que hay que aceptar que las cosas no tienen solución y sin embargo seguir luchando por ellas.

¿Se ha podido producir como en El Rey Lear la afirmación y admiración del padre poeta, el padre artista, a través de la negación de sus hijos? En Shakespeare todo se debe a una traición del rey contra sí mismo, que al final ve mancillado su nombre por sus vástagos y condenado a no dejar más descendencia, a extinguir la estirpe…

                        -En Juan Luis puede, pero en Leopoldo y en mí, no. De todas formas, Leopoldo es un mundo aparte y es un hombre que ha sabido acorazar frente a este país. Hay mucha menos literatura en la vida de lo que se pretende hacer creer, todo es mucho más cotidiano, la muerte, la enfermedad, todo es una rutina, la misma literatura también, el amor… Pero así y todo, para vivir con una mujer que me cuidara y me atendiera, como tiene mi hermano Juan Luis, hace falta tener mucha vocación de artista de circo, porque es como un payasín. Pero es muy buena médica, le cuida los cánceres, los catarros…

Hoy día no se entiende la crudeza con que la vida nos ha tratado, habiendo disgredido mucho o habiendo sido muy transgresores. Todo el mundo nos ha mirado por eso. Pero mucho más transgresor fue lo que se hizo el 18 de julio, que eso sí fue transgresión. Yo creo que hemos vivido, por regla general y al menos en mi caso, como creía, aunque con una vida llena de errores, como todo el mundo, y de irregularidad, para mi desgracia.

Se veía venir ya desde que rodé El Desencanto. A mí El Desencanto me cuesta Astorga, que era mi vida. Esa casa era mi vida, pero la dejé conscientemente, y creo que en la vida hay cosas que hace que hacer, porque si no ¿para qué puñetas…? ¿para seguir vivo? Yo he escrito pongamos que diez mil artículos, hay gente que escribe cincuenta mil libros de poesía. ¡Son idiotas! ¡Si vieras la cantidad de poetas que hay en Astorga! ¡Todos malísimos! Bajando por la misma calle del Hotel…existe un bar que se llama Kavafis, donde tienen unos posters de los Panero. ¡Y nadie sabe en Astorga quién es Kavafis! Pero en Astorga te dan la bolsita de azúcar con la foto de Kavafis. España es así. Mi padre tenía poemas muy bonitos y poemas malísimos, como todo el mundo.

Algunas de tus frases han hecho cierta fortuna…

                        -De dinero no, desde luego…

Ja, ja, ja…fortuna posmoderna y popular, y una de ellas es: “en la vida se puede ser todo menos coñazo”.

                        -Eso es verdad. Por eso te digo que yo, hasta cierto punto, he elegido mi religión… Yo podría haber optado por cierto tipo de exilio…más cuidado, interno en un sanatorio, con el mar… Pero prefiero dar poco el coñazo, no llamar demasiado a editores, ni que me manden cosas… Sobre todo porque pienso que no tiene sentido. Ser coñazo…ya hay muchísimos en España. Pero bueno, yo con esa frase me refería específicamente a mi hermano Juan Luis y a mi hermano Leopoldo, no genéricamente. Y Juan Luis lo era: un hombre que se viste de torero para ir a los toros lo es.

Otra frase que incluso encuentras en internet y que se te adjudica, no sé en qué contexto, es: “¡que vayan ellos!…

                        -Esa es mía también, sí. Fue en la segunda película Después de tantos años. Es otro genérico, se refiere a que lo hagan ellos, lo de escribir y no sé qué…¡que vayan ellos! Yo ya he cumplido. No se me puede exigir más de lo que se me ha exigido. Mi vida en esta última etapa ya es así…yo estoy dictando mis artículos con esta voz, y me la graban en la cama. Quiero decir que yo he vivido muchas muertes, por desgracia, y lo peor de la muerte es la escenografía, la muerte en sí es incluso cómoda, pero la escenografía es penosa…o muy graciosa, hay alguna muerte que es genial, como aquel que se pasó toda la vida pensando que cuando muriera le quitarían su diente de oro para hacerse un medallón. Entre otras cosas la Guerra Civil con lo que terminó fue con eso de “morir bien”. También eso lo perdió la República. A partir de la victoria de Franco, la muerte de España es una muerte vaga, desdichada…se muere en el exilio, en la pobreza, en la cárcel, perseguido, en la negrura o en el olvido… A la genialidad habría que borrarla el nombre de todas las historias de la Historia… [sic]

Otra sentencia tuya sobre tu familia en general y tus hermanos en particular es que “viven de lo que han elegido: la literatura”. Aunque dicen que eres un escritor sin libros ¿has padecido este mal?

                        -No me refería a eso. Ellos viven personajes literarios, no es que vivan de la literatura económicamente. Mi hermano Juan Luis hubiera querido ser Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway y mi hermano Leopoldo deseaba ser Antonin Artaud. A eso me refería Con la literatura evidentemente, desde el mismo momento en que escribes, pretendes dos cosas: una, cobrar algo, y dos, que te conozcan. Y que te conozcan generalmente para acostarte con alguien…o para ser famoso en la portería. Mis hermanos viven dos prototipos literarios y es muy complicado porque para ser Artaud hay que morirse en un manicomio y para ser Hemingway hay que pegarse un tiro, me da igual. Leopoldo lo está consiguiendo, Juan Luis lo dudo.

¿Admites ser un escritor sin libros?

                        -Me dan muchísima pereza los libros. He empezado mis memorias cuarenta veces pero cuando llegaba a la página 70 y las releía, comenzaba a tachar porque veía que la mitad era mentira: era literatura. Así son las memorias de mi familia, incluídas las de mi madre. Para eso hice las películas: me las inventé. Y yo diría mucha más verdad en las películas, si se busca, que en cualquier libro. En una familia como la mía, de la que te guste o no, se ha leído tanto…se conoce a mucha gente…, en fin, tantas biografías, se acaba por ser mimético, es inevitable. Hombre, Paquirrín no se parece a su padre, pero yo creo que no, que se le echa más literatura a lo que tú dices que a lo que en realidad dices, la gente busca dobles y triples sentidos y no existe ningún manuscrito dentro de la botella, sólo hay líquido.

También afirmas que Juan Luis y Leopoldo “reniegan de la familia porque ninguno la tiene”.

                        -Eso es una cosa que descubrí porque yo soy muy ingenuo. Por eso me gustaría escribir algo que no fuera televisión, sino retratos de gente. He conocido a la generación de mi padre, de mi madre, de mis hermanos y a la mía: son cinco. Más la generación del 27, a la que he tratado mucho más, inexplicablemente. Podría explicar un poco cómo es la gente, que no son sus memorias. He leído recientemente las memorias de Jaime Salinas y por eso no escribo, a no ser que tuviera mucha necesidad de dinero…y no sé para qué.

No obstante, el valor que le doy a la familia sigue siendo muy relativo. La familia, como todo, es un grupo de gente que por razones especiales, convive junta. En mi caso yo me llevaba muy bien con mi madre y no me llevaba nada con mi hermano Juan Luis. Con mi padre no tuve ni tiempo. Es un núcleo artificial como quien te toca en el colegio. A lo mejor mantienes afinidades o a lo mejor no. Pero en general no tienes por qué tener obligaciones. No conozco ninguna familia, salvo las de cine, que sean modélicas. Y no lo deben ser: una familia modélica es una familia muerta. Otrosí es que te ayuden o tú les ayudes, si puedes o si pueden ellos. Pero hacer de eso un lazo irrompible, media mucho.

Se te ha definido como periodista, actor, crítico de casi todo, conversador, intelectual, proxeneta frustrado…

                        -Intelectual no… Me han dicho de todo menos follador… Pero no me quedaría con ninguna definición. Yo creo que soy un niño huérfano que no supo llevar rosas a su madre…y con mala suerte, físicamente. Me empezaron a pasar desgracias hace veinte años, que ingresé en los sanatorios. De todas formas tampoco me lamento. Es como si un día de pronto me compro una botella o dos del mejor vodka, que tienen en el bar de enfrente, y me la bebo. Yo sé que muero: me da un coma diabético y me muero, no necesito ni pastillas, ni nada. Me muero. Y me muero a la sexta copa, y ni me entero. Y si no me muero me deja inútil. Que ya lo soy, pero bueno… He leído mucho sobre el suicidio, mucho. Y más aún: quise editar una colección de libros que era bonita: escritores, actores y pintores suicidas, que su biografía fuera la mitad del libro y la otra mitad su obra. La colección se titulaba “El Dios Salvaje”, que es como llamaban los aztecas al dios del suicidio, que no lo elegían. Me miraron todos rarísimo: “¡Cómo vas a hacer una colección de muertos y de suicidas!”. ¡Y eso me lo decían en un país tan escatológico como este, donde les encanta! Yo miro el suicidio de una forma muy diferente a la de mis hermanos.

Tu hermano Leopoldo habla de suicidios frustrados como una resurrección, salir de los peligros de la muerte en los que algunas veces caemos a lo largo de la vida son para él sucesivas resurrecciones, continuas vidas distintas…

                        -El problema de mi hermano Leopoldo con el suicidio, como toda persona que se ha intentado suicidar, es que le tiene pavor a la muerte. No miedo: pavor. Y eso lo he visto en toda la gente que se ha intentado suicidar y le han “resucitado” o ha sobrevivido pese al intento. Le cogen un miedo horrible a la muerte. Y es un poco lo que se adquiere en los hospitales: ves tanto la muerte que no te quieres morir. Yo en este momento no tengo ninguna razón objetiva para vivir, ninguna. Y ni siquiera hace falta valor. ¡Para vivir en esta mierda de casa y esta mierda de cama! Pero sin embargo te agarras, ¿por qué? Porque he vivido de cerca la muerte muchas veces. Y te da miedo. Al final te da miedo. Y más que miedo me da claustrofobia.

¿Por qué mantienes que los intentos de suicidio de tu hermano Juan Luis han sido algo postizos?

                        -Porque lo son, uno no se suicida quemando sus poemas y luego resulta que lo que había quemado era una copia y había dejado bien guardado el original. O tomándose dos tubos de optalidón. Si uno quiere suicidarse lo tiene facilísimo, abres esa ventana y te tiras, no te salva ni la caridad. Claro que si caes encima de un bar de putas o de una vieja…

Afirmas que todo ser humano ha tenido más cerca o más lejos el suicidio de una persona de su familia, de su círculo de amigos o con la que intimaba, por lo que nadie debería hablar de ello como algo tan ajeno…

                        -Que yo sepa sí. Y es un asunto que hay que afrontar además con absoluta sinceridad y frialdad. Si yo tuviera que estar así dos años más yo no vivo. O si me hubiera quedado en una silla de ruedas. No me compensa. Si cada vez me falla una cosa, un órgano… No me compensa. La vida no es ni de lejos tan hermosa como para vivir solamente de su retórica y de buenos sentimientos: en navidades, que es cuando más explotan este tipo de reflexiones y a mí me ocurrió en las últimas, siempre lo pienso [sic]. Lo he pasado muy mal en mi vida y los últimos quince años han sido un infierno, viviendo en montones de casas… Y recuerdo pasar un fin de año completamente solo en un piso repugnante en Madrid, sin luz porque me la habían cortado. Y aquel día de fin de año me sentí que lo que me faltaba era valor. Y oportunidad, porque me tenía que tirar de un segundo piso y cabía la posibilidad de que no me rompiera nada, y tampoco tenía pastillas. ¡Era tan tétrico…! La vida invivible que yo estoy viviendo no es justa para mí ni para los demás, sobre todo para mí. Y no digamos mis 25 sanatorios, que se dice pronto.

Lo que sí he notado desde el último verano que pasé tan malo, es que he perdido muchísima movilidad. Me iba paseando hasta la quinta coña, iba a comer a los restaurantes que me gustan…pero el verano en esta casa me hundió: sin poder dormir por el calor, la enfermedad, la soledad… La soledad que he sentido en algunas casas es de película de terror. Una vez me caí y me fui arrastrando hasta la puerta de una vecina mayor, muy simpática, y le iba tirando moneditas para que me abriera y llamara a una ambulancia. Sufrí mucho. Y no vale la pena. Y luego resulta que escribes un artículo, y he escrito pongamos que diez mil desde El Independiente, y te dicen que está mal que te metas con Cascos, y parece todo tan grotesco. La vida española tiende al exterminio, al que le dan la más mínima oportunidad o paca o desaparece. Y yo ya venía de vuelta antes de recalar en Astorga, de las manifestaciones y de todo eso. Ya soy viejo en ese aspecto pero me da la sensación de que lo único que molaba un poco eran las chicas de quince años que se manifestaban conmigo. Ahora carecen de ideología, y ese talante hoy lo hago un poco mío.

Era a los quince años precisamente cuando decías que tu padre le tenía miedo y pavor a tu hermano Leopoldo, ¿por qué?

-Porque ya de niño tenía un carácter endiablado. Mi padre murió en 1962 cuando Leopoldo tenía 13 años. Entonces decía “no quiero hacer esto” y era capaz de encerrarse en una habitación tres días sin comer, sin llorar y sin pedir nada. Y eso, una persona como mi padre, no lo entendía. Claro que al pobre Juan Luis, con el que yo podré tener mis más o mis menos, tampoco lo entendía mucho, a la menor ocasión lo mandó a un colegio interno y luego a casa de la abuela. Tiene gracia que “el poeta de la familia”, como le llaman, a la hora de la verdad la quería de lejos. Quizás en la última etapa de su vida la quiso más, pero claro, esa etapa duró sólo tres años. Supongo que eso también da cierta idea del mundo cerrado que eran los Panero en Astorga: nuevos ricos, masones, un poco fuera del pueblo. A papá le intimidaba mucho la familia, pero no soy quién para juzgar.

Dices que hay días en que envidias la locura porque para poco te sirve la lucidez: sólo para constatar la soledad.

                        -Básicamente sí, lo mantengo. También hay gente idiota y feliz pero ser lúcido no es un buen negocio, sobre todo en este país, aunque en ninguno tampoco. No creo que sea muy feliz Stephen Hawking con su enfermedad, a pesar de sus agujeros negros. Me he estado muriendo dos veces, pero muriendo, muriendo, y no por suicidio: sales con mucho apego a la vida. O miedo, porque te han explicado lo de la lucecita y el túnel. Pero la vida en determinadas circunstancias no tiene sentido. Tiene poco sentido generalmente, y en mi caso ninguno. Me había hecho un montón de ilusiones, que la casa de los Panero en Astorga funcionaba, poder ocuparme de algo que no fuera escribir cuatro artículos idiotas. Y eso como última solución que me dejara satisfecho ante una serie de historias. ¿La lectura? La lectura le queda a Leopoldo, y jugar a lo literario, con esa inconsciencia que te da la locura, entre comillas. Pero yo a Leopoldo le he visto llorar mucho y sufrir en Las Palmas. Y eso no es nada justo, generalmente. Incluso esto en la vida literaria es muy mezquino. Leopoldo no tiene el sitio que debería tener por el simple hecho de estar en un manicomio, como si castigaran a Holderin o a Lautreamont. Se le mira raro y se dice que está muy bien en un manicomio. Y es posible que sea mucho más cómodo, pero se le sugiere que no hable de literatura, que hable de lo que quiera, de la comodidad, del confort de los psiquiátricos, pero no de literatura.

Tu primera película como actor se titulaba “Señales en la ventana”, con guión también de Jaime Chávarri, ¿de qué iba?

                        -Era un corto sobre una ópera de Mozart, una tontería producto desquiciado de un fin de semana con Elisa Laguna. Fue la historia de amor de dos niños que se imaginan mayores.

¿Qué influencia ha tenido la política en tu vida y en la de tu familia?

                        -Yo sigo votando a la izquierda, entre comillas, que hay en España, y he sido militante del partido socialista, si eso es izquierda, que ahora lo dudo. Pero claro, hablar en este país de política suena dantesco. Como ahora casi todo. No he tenido militancias más activas como Leopoldo o en menor medida Juan Luis, pues yo militaba sólo porque los conocía y me caían bien. De Aznar mis referencias son inexistentes, lo mejor que puede hacer es irse y desaparecer para siempre. Es un señor de estos que da la burocracia española de provincias cada tanto, y da muchísimos, inspectores de hacienda, registradores, funcionarios…y cuyo resultado siempre es lamentable. Y no es que Zapatero me parezca un rey en Polonia sino que Aznar me parece lamentable, todo esto que ha hecho ahora con los americanos es de juicio de Nuremberg. Sólo por lo de Irak, Aznar tendría que estar en el tribunal de La Haya, o por lo menos dimitido y olvidado. La política en España es siempre sota, caballo y rey. Ahora soy muy amigo de Juanjo, el alcalde de Astorga, que es socialista.

Juan Luis asegura que empezó a dialogar con tu madre prácticamente con 21 años. ¿Eras tú o Leopoldo María el preferido de ella o el cariño se repartía por igual?

                        -Yo era el más querido porque era el más pequeño. Leopoldo era la mala conciencia porque ella pensaba que como había tenido una hermana loca, podía haber transmitido una herencia genética en Leopoldo. Y Juan Luis es un mundo aparte del que no podría decirte nada, me lleva nueve años por lo menos. Cuando se murió mi padre, Juan Luis fue para mi madre la liberación, aunque muy relativa: salir por la noche no es ninguna liberación, sobre todo cuando has tenido un marido que te ha hecho perder la personalidad. Pero no quiero juzgar más a mi familia porque yo ya he hecho mis dos películas y ahí están. Creo que El Desencanto en su momento fue un acierto, no sólo para mí sino para bastante gente a la que ayudó mucho. La otra, Después de tantos años¸ fue una idea equivocada de Ricardo, con toda la buena voluntad del mundo, pero El Desencanto quedará por los siglos. Y esa sensación me ha ocurrido viéndola pasados los años, con gente muy distinta, mexicanos que conocían un poco la historia… [tose, un largo silencio]. Perdona, pero cuando hablo tanto tiempo… Y menos mal que dicto los artículos, porque si hubiera trabajado en la radio o la televisión iba de culo… De todas formas mientras este país no vea la luz y no libere sus fantasmas de hipocresía, no lea más y sea más culto de verdad, en el sentido helenístico o humanístico de la palabra, nada cambiará. No va a seguir Aznar por ahí pero deja a Rajoy.

¿De veras no crees ya en nada?

                        ­-Siempre se cree en algo, y yo siempre que me quedo solo creo que me voy a curar. Era Scott Fitzgerald quien decía que hay que saber que la cosa no tiene solución y sin embargo seguir luchando por ella. La felicidad se disfruta en los momentos en que tienes salud. Yo empecé con un brazo roto, no le di importancia, me metieron un clavo… Y no he parado. Y cuando me vine a Astorga lo hice para olvidarme de todo. Pero nunca he creído en la religión. En ese sentido, una de las grandes liberaciones que le debo a mi madre o a mi padre es que Leopoldo y yo estudiáramos en el Liceo Italiano, el único sitio donde no te mareaban con esa historia. Y yo la recuerdo como la época más feliz de mi vida, no sé Leopoldo. Él dice que lo mejor que recuerda es la cárcel, pero es mentira: en la cárcel estaba siempre llorando. Si la vida tuviera un mínimo de sentido lo justo sería que al llegar a una cierta edad o cuando viniera una enfermedad desagradable, tuvieras por lo menos la opción de decir: bueno, adiós. Una muerte dulce, dormirte con cinco pastillas y adiós. Esta crucifixión de hospitales, médicos…es una auténtica obra de brujería.

Tengo 53 años y todavía me puede tocar la lotería, nunca se sabe. O que de pronto alguien se enamore de mí muchísimo por un motivo extraño… Pero lo que es la felicidad, tal y como yo la concebí a los 20 o a los 30 años, no la alcanzaré nunca. Y no sólo eso: no existirá tampoco lo que tanto me ayudaba, que era el alcohol y el sexo. Y de aventura me queda poco, sobre todo cuando uno ha vivido rodeado toda su vida por ese mundo. La literatura en España, como todo en este momento, respira una mezquindad, salvo cosas excepcionales, apabullante. He conocido a gente de todas las generaciones y lo cierto es que para encontrarte una persona de verdad, te tienes que mover mucho. Lo peor de todo, ya dejándonos de historias, con lo que no se puede vivir o convivir, ni a la larga ni a la corta, sobre todo a la larga, es con la impotencia y con el miedo. Y eso que saber que dentro de 10 años todos los que han vivido con uno tampoco existirán es una de las cosas que menos me cabrean…

En la vida existe una verdad palmaria que la decía siempre Leopoldo: “en la infancia se vive y después se sobrevive”. Más mal que bien, pero se sobrevive. El otro día leía una entrevista con el poeta Ángel González, que ha pasado por dos infartos, y te decía que la agresión que significa la vida es terrorífica. Y eso lo suscribo yo, que tengo sentido del humor. Cuando empezó esta pesadilla y la polineuritis se inició por el pie, me operaron y me dieron el primer alta. Pensé que ya se había acabado y sin embargo era el comienzo. Después me fui a Las Palmas y allí se me extendió también. De todas formas ¿qué otra cosa podía hacer sino regresar a Astorga?

Has hablado de sexo, ¿qué valor le has concedido en tu vida? ¿te consideras heterosexual o bisexual?

                        -Me considero heterosexual, eso de entrada, me he casado dos veces, para mi desgracia, y he tenido más amantes de las que pude disfrutar. Mi sexo está bien cuando funciona, como todo. Y cuando crece te lo crees -cuando te lo crees- como te crees el amor, la comida, el alcohol o la literatura. Yo creí más en el amor, pero a lo mejor me he equivocado.

Leopoldo María se declara bisexual…

                        -Porque siempre fue muy inseguro con las mujeres, pero le han gustado siempre más que comer con las manos a los niños, aunque sus experiencias han sido nefastas. Mi hermano Leopoldo, incluso dentro de la familia, es una isla.

¿Y tu padre? Algunos han querido ver en las ironías y quejas de tu madre en El Desencanto y en su libro Espejo de sombras acercad e la perenne compañía de Luis Rosales una relación más allá de la amistad…

                        -No, era una relación de amigote y de puteros, una heterosexualidad llevada al machismo. ¡Hombre, por dios! ¡Y en Luis no digamos! Nada. Simplemente era que mi padre, igual que no podía prescindir de sus hermanas astorganas, tampoco podría prescindir de sus amigotes. Y cuando se va de luna de miel viene a Astorga con todos ellos. No hay ningún misterio, en la literatura española hay muy poco misterio, eso te lo digo yo. Y en la historia sexual de esa literatura, ninguno. Si oyeras las cintas con aquellas entrevistas que les hice en Radio Nacional a los miembros de la Generación del 27 comprobarías que están plagadas de mentiras. Y mienten con un pie en el estribo. El sexo ha sido muy cutre, y lo sigue siendo, en la literatura española.

Tu entonces amigo de juventud que a veces mencionas en las películas, Vicente Molina Foix, es un homosexual declarado, eso indica que al menos no tienes prejuicios…

                        -Vicente Molina Foix es un homosexual declarado porque es muy mal escritor. Si Vicente hubiera sido un escritor cojonudo no sería un homosexual declarado. Como escritor es nefasto. Vicente era una especie de brazo articulado que había en mi casa. A mí me presentó a mucha gente y estuvo aquí, en Astorga. El éxito literario cambia hasta el concepto de “glorias sexuales”. Un ejemplo: Javier Marías, mi mejor amigo durante años[v]. Para él, la literatura es todo, tan es así que ha creado una editorial para sus amigos.

De todas formas en mi generación existe poca gente que me guste o admire. Por unos u otros motivos me gustaba mucho Soledad Puértolas[vi], que es muy amiga mía. Yo le hice su primera crítica de El Independiente. Pero es todo muy cutre, es un poco como la tertulia de José Luis Garci, ese nivel de oficinista. España es sólo un nombre, España ha muerto… Quizás yo lo vea ya desde el punto de vista del moribundo, ojalá, porque te juro que no tengo muchas ganas de vivir. Y de los tiempos en que yo entraba en mi apartamento con Lucía Bosé, que era mi amante, y el portero me decía: “a esa hay que cogerle las peras” hasta llegar a este pisito de habitaciones vacías, llega un momento en que la vida pierde su gracia.

Y eso que he tenido suerte, pues hay otra gente que se murió más o menos joven como Jaime Gil o Claudio Rodríguez que son, cada uno en su estilo, los dos mejores poetas de su generación. Y llevaron unas vidas perras también, o sea que tampoco… Aquí hay que ser feliz con cualquier cosa y el que pretende subvertir lo cutre lo paga caro. Aquí o te estrellas o te estrellan. Si bebes, porque bebes y si te drogas, porque te drogas. He conocido a gente sanísima morirse en veinte minutos, pero si eres vicioso no te perdonan.

Yo viví el proceso de cáncer de mi madre, con sus dos quirófanos, y ahora más recientemente el de Luis Claramunt, un amigo mío pintor, y fue espantoso: se le salía la comida por el cuello, no le cerraba la herida… Si desde luego yo tengo una opción de elegir no me cabe la menor duda: elijo morir. Y ahora no pueden decir ni que estoy borracho, ni desesperado. Cuando se tiene cáncer no hay nada bonito. Hay gente que se lo toma como se tomaban antes las enfermedades, diciéndose que hay que vencerlas y no sé qué. Las enfermedades te engañan, pero no saben convencer, ni te engañas tú.

De todas formas lo peor es que a mi generación le toca vivir ahora la España más cutre, todos esos escándalos que cuando los leo son de risa, como el de Dimas Martín. En eso mi amigo Claudio Rizzo y yo estábamos de acuerdo, aparte de que nos reíamos mucho. En España para suicidarse hay que hacerlo de otro modo, pero llega un momento que cuando no te funciona nada, lo mejor es decirle simplemente adiós a la vida. Y más si no crees en nada, y yo para colmo no es que no crea en nada, es que no creo en la medicina. Y eso es jodido porque vas a un quirófano…inmolado.

Entrevista celebrada en Astorga (León)

7, 8 y 9 de febrero de 2004.

[i] Algunas de las razones de su regreso a Astorga las dejó escritas en su texto “Tierra baldía: buscando a Eliot”: “Pues sí, he retornado a Astorga, después de eternidades y nostalgias, porque aún, pese a todo, sigue para mí siendo el símbolo del misterio, del dolor, del silencio; he vuelto porque todos tenemos derecho a rehacer pasos perdidos, a buscar el lugar donde se enterró, como en un juego, el deseo, donde se perdió la voluntad de cambiar mundos: eran bosques demasiados salvajes para atravesarlos sin sufrir heridas. Lo confieso: he envejecido mal, no he comprendido a tiempo la larga mano de la banalidad, ni del desprecio. Pero aún ahora busco guarida sabiéndome ya animal herido: prefiero imaginar que todo ha ido bien, que he sido fiel, quizás torcidamente, a una extraña tradición de perdedores, gente que cruzó la frontera y no supo reencontrar el camino para volver a tiempo a casa: a tiempo para salvar la quemada postal de la felicidad, de la risa. Aún así, en este reino de amnésicos, sé -profeta que se siente a sí mismo- que habrá algún día en que alguien descubrirá la estafa y la usura a la que se ha ido sometiendo la figura poética de Leopoldo Panero y quizás vuelva entonces, Joseantonianamente, a reír la primavera, porque será la risa, siempre, la mano que rescata la inteligencia, los jardines perdidos, el roce de la piel, la música -aunque esta sea la canción del verano- y el áspero recordatorio de que todos hemos de volver un día a pisar la tierra que negamos, aquellos primeros labios que besamos una tarde, anocheciendo, en la muralla de Astorga, palpitando más que nunca el corazón, puede que palpitando al mismo tiempo la ciudad».

[ii] Enrique Vila-Matas le dedicó su libro “Lejos de Veracruz” (Anagrama 1995): “A la Razón y a la Desesperación. A Jordi Llovet y a Michi Panero, maestros en ambas lides”, y al segundo lo vuelve a citar en “París no se acaba nunca”. Tal y como advirtió el propio autor, en “Lejos de Veracruz”, ciudad tan ligada a Juan Luis Panero, los tres hermanos Tenorio son a veces un trasunto -maquillado- de la familia Panero, uno de los cuales empieza unas líneas de una novela frustrada llamada El Descenso, en la que deseaba retratar a los Tenorio como si fueran los Baroja, inevitable guiño a El Desencanto, mientras que Máximo Tenorio es un pintor genial y extravagante al que su padre llamaba “afeminado” para denigrarlo, y por el que Vila-Matas siente cierta debilidad: “Vino Tono (Juan Antonio Masoliver Ródenas) a presentar su Poesía reunida, un libro con el que no contaban ciertos poetas españoles de hoy, poetas presumidos y blandos, a los que ya en su momento Leopoldo María Panero bautizó despectivamente como “poetas de universidad” (Vila-Matas, Enrique: Entre Londres y El Masnou. El País, 27-11-99).

[iii] Uno de los más bellos epitafios de Michi, quizás el mejor, lo escribió la galerista Marta Moriarty, y merece la pena ser reproducido por su intensidad literaria: “Sabía que algún día me pedirían escribir por la muerte de Michi Panero y ya tenía preparada la negativa. Ahora que llega el momento acepto hacerlo pues sé que a él le divertiría, más que nada por criticar mi estilo y ridiculizarme en todos los bares. Sólo conocí a Micho durante 10 meses de hace muchos años y gran parte de ese tiempo fuimos muy felices. Michi era un niño listo y mal criado que actuaba sin pensar jamás en las consecuencias de sus actos, y cuando digo actos sólo quiero decir palabras, pues Michi actuaba poco y hablaba mucho. Tenía el don de la palabra y fue una pena que por tonto pudor se negara a escribir como hacían ya todos en su familia y quizás, o al menos eso decía él, precisamente por eso. Era ingenioso y fino, poco de fiar y con un talante romántico que podía desembocar en los mayores disparates. Era impertinente y caprichoso, dulce en privado, cáustico en público, lleno de contradicciones, miedos y supersticiones. Recuerdo un viaje hacia Asturias en un Panda desportillado. Nos acabábamos de conocer y creíamos que los crucigramas de los periódicos nos enviaban mensajes de amor. Recuerdo su ternura por los animales y la pasión que compartíamos por las meriendas a la inglesa. Le debo algunos autores que todavía me acompañan: Sánchez Mazas, Scott Fitzgerald, Lawrence y Gil de Biedma; un absurda fascinación por los Romanoff y por los centros comerciales de provincias, un gusto que combato por la elegante decadencia y un modo, ahora mío pero que reconozco suyo, de gesticular con las manos flácidas. Compartí con Michi un tiempo en el que no bebía y en el que nos reímos mucho. Le debo grandes frases, motes ingeniosos, críticas demoledoras y al tiempo inconsecuentes. Era el rey de la nomenclatura, poseía un ingenio rapidísimo y unos rizos espléndidos en su pelo prematuramente blanco, un raro sentido de la elegancia y una fragilidad que le hacía peligrosos como a todo animal asustado. Es muy triste la muerte de Michi Panero, pero esta muerte ya había ocurrido hace mucho tiempo cuando él supo que nunca llegaría a nada, ni siquiera  a escritor maldito. Si tuviera que escribirle un epitafio diría: «Aunque lo intentó, nunca hizo mal a nadie». Moriartu, Marta: un niño listo y malcriado. El Mundo, 17 de marzo de 2004.

[iv] Sobre las inconclusas memorias de Michi Panero, este testimonio del escritor Asís Lazcano resulta revelador: “(…) Yo conocí a Michi hará ocho años en una fiesta de Diario 16, para el que Panero escribía críticas de televisión. Ya había empezado su calvario de hospitales, había sufrido una polineuritis ya  punto estuvieron de amputarle el pie y se apoyaba en unas muletas. Todo el mundo se acercaba a saludar al maudit, pero enseguida le rehuían como si estuviera la peste. Ya por entonces anunciaba que estaba preparando unas memorias. Yo empecé a hablar con él y me confirió la tarea de ayudarle a escribirlas, como quien otorga solemnemente la investidura. El libro se titularía El final de una fiesta y pretendía ser una crónica de la vida social y literaria de los cincuenta para acá, pero una crónica de la vida sexual y las intimidades, -una cosa que se hace mucho en Europa, porque aquí nadie quiere contar nada, parece que tienen todos un cadáver en el armario- (creo que en ese sentido Michi había leído las memorias de Jesús Pardo, pero no le gustaron nada). Y empezamos con el proyecto. Hablar con Michi era como revisar un almanaque de la vida literaria, política, cinematográfica y de papel couché de la vida española. En sus conversaciones mezclaba a Ridruejo y Juan Benet con Lucía Bosé o Antonio Molina. Había conocido y conocía a todos, pero ahora ese “todos” no era más que una agenda de números de teléfono que sonaban en el vacío. Las primeras conversaciones se grabaron en un pisito interior de Malasaña que le había cedido un amigo, con el patio atronado de obreros que revocaban una fachada. Tras las entrevistas se instalaba en el interlocutor y escribía esa sensación como un vértigo negro, de salir de una atmósfera poco oxigenada, que sucede siempre al trato con los Panero [sic]. Desde que había perdido, por no pagar un alquiler ridículo, la casa familiar de la calle Ibiza, Michi no tenía domicilio fijo. A veces se alojaba en buenos hoteles, sostenido por una serie de “hijos y sobrinos de”, apellidos de escritores que habían sonado en el franquismo o incluso los años de la República y que constituían un mundo literario endogámico, una sociedad de socorros mutuos con los fondos de la caja de los derechos de autor. Otras veces recuerdo haberle acompañado por pensiones lluviosas de ciegos y perros negros de lanas mojadas: “Joder, esto parece Luces de bohemia”. Una mañana me llamó desde Sear, un geriátrico de la carretera de Colmenar: “Esto parece Ben Hur”, decía, en referencia a las sillas de ruedas que arrastraban los ancianos por el jardín. “Aquí la media de edad es de doscientos años”. Allí, en tardes de primavera, en una mesita de ajedrez bajo los pinos, se grabaron la mayor parte de las conversaciones para El final de una fiesta. Al fondo, tras los llanos de Fuencarral, se divisaban las torres Kio, la puerta de una ciudad en la que Michi había reinado en sus años chic, de relaciones públicas y animador cultural, pero que ahora sentía que le daba la espalda. No soportaba ya Madrid, esa ciudad a menudo acogedora para los foráneos, pero que tantas veces expulsa a sus hijos más preclaros, primero a las afueras y de ahí a la negra provincia. De Sear, Hospital de la Comunidad de Madrid, intentó alojarse en la Residencia de Estudiantes, como si fuera una pensión. Al no conseguirlo, marchó a Canarias, donde, en compañía de su hermano Leopoldo, estuvieron parasitando al poeta Claudio Rizzo. Después se le declaró un cáncer de lengua y se refugió en un hospital de Guadarrama, en ese paisaje de vacas y canchales de granito que tanto le gustaba a su padre, Leopoldo Panero, que escribió los Versos al Guadarrama: Una luz vehemente y oscura, / de tormenta, / flota sobre las cumbres / del alto Guadarrama / por donde van las águilas. / La tarde baja lenta / por los senderos verdes, / calientes de retama. / (…) Pero, ¿qué ocurrió con El final de una fiesta? Apenas logramos escribir cincuenta páginas, hasta llegar a la época de El Desencanto. Después todo eran lagunas, vacíos y olvidos, dictados por demasiadas noches de alcohol o por un subconsciente defensivo. Enviamos el manuscrito como proyecto a varios editores amigos suyos, de los que por supuesto ninguno contestó. Todavía en los últimos meses, ya en la Astorga paterna, donde se refugió bajo la tutela de un hipotético centro de estudios sobre Leopoldo Panero, Michi seguía fantaseando con las memorias inexistentes, que afirmaba tener apalabradas con un importante grupo editorial. Un poco como en el libro El misterio de Joe Gould de Joseph Mitchell, historia verídica en la que Gould, un vagabundo de Nueva York, dice tener montones de manuscritos, la obra de toda una vida, ocultos en algún lugar de la ciudad y congrega un círculo de admiradores y estudiosos, hasta que se descubre que todo es una farsa para seguir obteniendo crédito. Yo creo que Michi, quizá por pudor, quizá por no cerrarse más puertas, o porque las memorias en curso le suponían como un aval de que seguía vivo ante la sociedad literaria, jamás pensó en terminarlas. A mí me regaló como premio a mi constancia algunos originales de letra apretada que quién sabe si dentro de unos años valdrán su peso en oro, como pueden valerlo ahora los de Alejandro Sawa o Silverio Lanza. Quizá Michi Panero pretendió hacer una obra de arte de sí mismo, pero el caso es que acabó un tanto descabalado, -“como la estatua rota de mi padre en Astorga, a la que le arrancaron la nariz, los brazos”-, decía, mitómano hasta el final. La última vez que le vi fue hace un par de años, en el barrio de Salamanca. Estaba como jibarizado, encogido, apoyado en un bastón, con veinte años de más. –“Hola, Asís, me dijo. Acaban de echarme de un taxi”. Le acompañé unos metros y nos despedimos. –“Llámame mañana”, ordenó, con ese tono imperativo probablemente heredado de la rancia aristocracia astorgana. Ahora no sé muy bien por qué no lo hice. Michi habría creado un personaje que terminó por devorarle. Le gustaba mucho repetir una frase: -“Quien se finge fantasma termina por serlo”. (Lazcano, Asís: “Sobre las memorias no escritas de Michi Panero: “El final de una fiesta”: La muerte de Michi Panero en Astorga rompe la santísima trinidad de los hermanos Panero, uno de los mitos literarios de la España de la transición”. Revista Pérgola, Bilbao, mayo, 2004).

[v] Javier Marías evocó esta amistad en un artículo titulado “Los antiguos amigos”, donde explicaba como “resulta misteriosa, al cabo del tiempo, la manera en que uno pierde las costumbres y el trato con algunos amigos” (…). Más difíciles de comprender se hacen los casos en que, por así decir, no hubo nada: ni traiciones ni desencantos ni riñas, si acaso hartazgos. Cuando muere uno de los antiguos amigos a los que se perdió de vista hace ya mucho, se suele producir una extraña compresión del tiempo, y lo que unos días antes de la triste noticia nos parecía remoto, de golpe se recuerda con nitidez, vívidamente. Me sucedió cuando murió Michi Panero, hará un par de años, y me resultó inexplicable que hiciera tantísimo que no nos tratábamos cuando, a los diecinueve o veinte (él me llevaba seis días, nacimos el mismo mes del mismo año), nos veíamos a diario: a primera hora de la tarde, tras las clases de la mañana, yo me acercaba al diminuto piso que él tenía en Hermosilla (gran privilegio, a esas edades), y decidíamos qué hacer, dando por descontado que haríamos algo juntos”. ¿En qué momento, y por qué, dejamos de vernos Michi y yo? (…) Hoy me es imposible saberlo”. (El País, 5-11-06).

[vi] Soledad Puértolas escribió este obituario a la muerte de Michi: “Como si después de tanta muerte hubiera preferido no contarse ya entre los vivos, a unos días escasos de la terrible masacre de Madrid, ha muerto Michi Panero, el menor de los Panero. Hijo de poeta, hermano de poetas. Actor de dos películas sobre la vida familiar, actor de su propia vida, que, muchas veces, como nos sucede a todos, le parecía insuficiente. Insuficiente. Siempre es así. Sobre todo, cuando se ha conocido la felicidad cuando se ha perdido. Éramos tan felices. Creo que ésta era la frase que Michi Panero repetía a lo largo de El Desencanto, la película de Jaime Chávarri (1976). La frase que, de pronto, causa un profundo dolor. Euna frase que mira hacia atrás, que deja al presente desasistido y solitario. No, ya no somos felices. En 1994, Ricardo Franco, que también ha muerto, hizo una nueva versión de El Desencanto, una especia de continuación. Después de tantos años. ¿Eran tantos? No llegaban a veinte. Pero eran muchos, eran años que pesaban como plomo. Felicidad Blanc, la madre, ya ha muerto. La familia se ha disgregado. Curiosamente, aquel jovencito que en la película de Chávarri miraba hacia atrás con nostalgia, ese Michi de mirada risueña, un poco pícara, se ha convertido, prematuramente envejecido, en el bastió familiar. En su brazo se apoya su hermano Leopoldo María mientras caminan juntos por el sendero desdibujado del jardín de la vieja, abandonada, casa de Astorga, la casa del padre. El primero en morir. El que deja el legado de esa familia rota que decide exponer ante nuestros ojos las miserias de las difíciles relaciones humanas, de los lazos de la sangre. Enfermo, cansado, Michi Panero parecía al borde de la extenuación. Pero aún sonreía levemente, aún le brillaban un poco los ojos, en medio del polvo que habían dejado a su alrededor los años desencantados. En la película de Ricardo Franco y en la película de la vida, Muchi era otro. Dejó radicalmente de beber. Empezó a escribir sus memorias. Sin acidez, decía, ¿qué sentido tiene la acidez? Ironía, sí, humor. Pero nada de reproches ni de acusaciones, nada de amargura. Eso me decía, mientras consumía un vaso tras otro de agua embotellada y miraba, sin asomo de nostalgia mi cerveza o lo que fuere que estuviera bebiendo yo. No dejaba de parecerme heroico que Michi pudiera estar bebiendo agua mientras, a su alrededor, los demás consumíamos bebidas alcohólicas. Pero ese Michi, el que se crecía con el alcohol, el que nos hacía reír con sus comentarios punzantes, ya estaba lejos. Nuestra risa era ahora una risa tranquila. Seguía siendo un observador de la realidad. Cada vez más lejano. Pero la relidad aún le hería. Poco antes de marcharse a Astorga a pasar los dos últimos años de su vida, a morir en el último y modesto refugio que le quedaba, a morir solo, sin causar molestias a nadie, me comentó que se sentía muy dolido por algo que alguien, un conocido, había dicho de él. No importa qué. Hablamos de la maldad gratuita. Michi lo decía con sorpresa, con perplejidad. Ahí estaba el acento con que, en plena juventud, exclamaba, mirando hacia atrás, qué felices éramos. ¿Por qué perdimos la felicidad?, ¿por qué la gente es tan mala, mala en lo pequeño, mala de una forma absurda, mala como para dejar caer unas malas palabras sobre ti, mala como para querer causarte, cuando ya apenas te queda nada, un poco de daño? Pero todos causamos algo de daño a los demás, a fin de cuentas. A todos nos remuerde un poco la conciencia cuando juzgamos a los otros con intolerancia. A todos nos duele lo que no hicimos para ayudar a alguien, la mano que no dimos. En los últimos años de su vida, en aquellas conversaciones tranquilas alrededor de su vaso de agua, Michi buscaba rescatar. Le propuse un título para sus memorias: Instantes de felicidad. Porque, cuando sus ojos eran atravesados por ráfagas de alegría -de esa risa que, inesperadamente, nos sacude el cuerpo-, yo sentía que volvía, aunque fuera con tanta fugacidad, un mínimo pedazo de esa dicha perdida. Estaba allí de nuevo, entre nosotros. ¿No buscamos eso todos? ¡Qué de cosas nos arrebata la muerte! Más que nunca, lo sabemos ahora. Entre tanta muerte, buscamos rescatar. Buscamos signos de vida, la felicidad de todas las vidas perdidas. Buscamos los fugaces momentos de alegría en que todo se recupera. Buscamos la forma de convertir la fugacidad en algo imperecedero. Michi, seguiremos intentándolo. (Puértolas, Soledad: En la muerte de Michi Panero. El País, 19-03-2004).

Michi-Panero (2)

Extraído del libro Después de tantos desencantos, de Federico Urtera